Capítulo I

Bien, porque toda historia tiene un comienzo. Por muyextraño, incoherente o tópico que sea, lo tiene.
Porque son estas primeras palabras las que de verdad cuentan.

CAPÍTULO I
Las cenizas de lo que perdimos.

La luz apagada del crepúsculo se cuela débilmente entre las siluetas de los rascacielos, sutilmente dibujadas al contraluz por el suave resplandor anaranjado que agoniza de forma perezosa en el corazón de la urbe, derrochando magia.
Es veintitrés de diciembre, flota cómo polizón del aire un aroma a recién comprado rayano en lo asfixiante, la ciudad resplandece desafiando la noche y la gente pasea apresurada arañando el frío con sus últimas compras. Acompaso mi respiración al latido de un globo mecido por el viento que levanta el vuelo por encima de todas nuestras cabezas. Las luces navideñas dibujan formas luminosas en el techo de la ciudad, irradiando colores cambiantes que se encienden y se apagan ajenos al ir y venir de los peatones parecidos a un titán pretendiendo frenar la brisa invernal que, divertida, se cuela entre los pasos apresurados de algún viandante despreocupado y llega a mí, revolviendo mi cabello y jugueteando con el dobladillo del largo abrigo verde que se levanta hasta mi cintura para después caer encima de mis rodillas.
El mundo gira y yo no paro de darle vueltas a la cabeza. No me gusta huir, y no es que haya sido eso exactamente lo que he hecho, pero me duele pensar que se parece muchísimo.
Me cuelo ágil entre el hueco que dejan dos hombres de aspecto culto al apartarse hacia una vieja y triste cafetería presidida por colores apagados y vasos humeantes sujetados por un par de individuos de cara agria y gafas de pasta. Atravieso rápidamente un nuevo grupo de personas, enzarzadas en una carrera para coger un autobús atestado. El carro arranca con su inestable traqueteo, sin mirar atrás. Esquivo los pequeños grupos que se cierran en conversaciones resignadas, parándose, con las respiraciones agitadas mientras continúo caminando en diagonal para deslizarme entre la gente dentro del pórtico abovedado en el que resuena una melodía siniestra y apagada, interpretada impecablemente por un violinista canoso y de aspecto grácil.
Un escalofrío recorre mi espalda cómo una amarga descarga eléctrica que desentumece mis músculos y me pone la piel de gallina. Me encojo sobre mí misma y dejo caer una moneda al suave terciopelo rojo de la funda del violín que reposa en el suelo y la música continúa, más chirriante y avasalladora, cómo la banda sonora de mis pasos en el oscuro camino hacia la luz. El músico me asiente con la cabeza mientras desaparezco lentamente entre la multitud, más parecida a un espectro que a un ser real.
Quizá por eso nadie repara en mí.
He salido hace apenas media hora de mi casa, y en cambio es cómo si una eternidad me separase del momento en que he cruzado el umbral hacia mi libertad.
Avanzo un poco más, arrastrada por la multitud, afianzando mis manos desnudas en los bolsillos, escondiendo un poco más mi nariz respingona en la bufanda marrón que abraza mi cuello, protegiéndome del frío cortante de éste atardecer invernal que impregna mis huesos de escarcha y se filtra entre mis pensamientos, congelando las ideas, dándome paz.
Pero en mi espalda sigue pesando la carga de una mala temporada. Discusiones, gritos por el dinero, golpes por las libertades y lágrimas por las conclusiones. Puertas para fuera, soy Rebecca, la extraña chica de ojos ceniza; y dentro, apenas la sombra de una hija que se esconde en su habitación leyendo un libro desvencijado, acobardándose ante un silencio que no comprende.
Mis botas arañan el suelo con un sonido arrastrado y chirriante que se ve sofocado entre el murmullo de voces, ruidos de motor y villancicos que apaga también el eco de los latidos de mi corazón, perdiéndose tras las puertas del olvido.
Ahora, perdida en medio del todo, buscando una paz temporal, puedo sentir la distancia real que me separa del mundo y me deja colgando de un fino hilo que queda demasiado lejos de la realidad, pero que no me permite encontrar la libertad.
Un semáforo se pone en rojo frente a mí, y he de retroceder un par de pasos para evitar al tráfico, que en apenas un instante ha emprendido una carrera loca por huir del bullicioso núcleo de coches que se agolpan para salir de la gran avenida por una estrecha bocacalle con salida al camino hacia los extrarradios.
A mi lado, una estrambótica mujer mastica pesadamente un bollo de chocolate mientras sujeta un papel amarillento y medio quemado con una mano temblorosa. Luce un extraño atuendo compuesto por la superposición de coloridos chales colocados con maestría, aislando su rechoncho cuerpo del frío y dándole un aspecto casi surrealista. De su cuello cuelgan múltiples colgantes diferenciados por abalorios, piedras y extraños símbolos que se enredan en los destellos multicolor de las luces que caen del cielo sin estrellas. Mira hacia todos los lados, nerviosa, cómo si algo la acechara.
Observo sus rasgos finos escondidos entre profundas arrugas y su piel cuarteada cubierta de un exceso llamativo de maquillaje se me antoja un mar de recuerdos sin nombre ni rostro que gritan ser rescatados por el brillo soñador y enérgico que contrasta su mirada de ojos sabios.
Recorro mis labios cortados con el filo de mi lengua mientras imagino cien escenas desgastadas por el tiempo en las que esa mujer busca sin hallarlo respuestas a las dudas que se postran ante su cuerpo aún sin desgastar por el tiempo. Escenas de luto, de alegría y de soledad teñidas por el recuerdo de lo paranormal, escenas en las que no falta ni una bola de cristal ni una habitación iluminada por el resplandor titilante de candelabros que desprenden aroma a incienso.
El semáforo vuelve a estar verde, pero ella y yo permanecemos en nuestros sitios. Ella, perturbada por lo que sea que aceche su consciencia; yo, hechizada por su aura de misterio y su atuendo de bruja circense.
De su mano enguantada en seda negra resbala el extraño Papel, y la brisa lo coloca suavemente frente a mis pies, como si hubiera esperado toda una eternidad para llegar a mis manos.
Suavemente, me agacho sacando las manos entumecidas de los bolsillos, disfrutando de una paz repentina que se ha instalado a mí alrededor. Cuando lo alcanzo, noto que su tacto es suave y esmaltado en el reverso. Es una fotografía. El borde inferior derecho tiene marcas oscuras, pruebas de la mordedura letal del fuego.
Antes de girar el papel arrugado, mis pupilas se empapan de la suave y perfecta caligrafía grabada con tinta negra apenas legible.
Por favor, nunca pierdas la esperanza, sigue esperándome entre las páginas de tu diario. No olvides mi recuerdo, será lo único que nos quede bajo las cenizas de lo que perdimos.
Ethan, 23 diciembre, 1947.

Desde la foto en blanco y negro, un muchacho de mirada triste sonríe misteriosamente a la cámara en lo que parece una calle de suelo empedrado y aceras encharcadas. Luce un abrigo sucio y remendado, de una tela más bien parecida al estropajo. Tendrá aproximadamente unos veinte años, y su pelo castaño y desgreñado le da un aspecto irresistible. En sus ojos brilla la esperanza etérea de quién no ha encontrado su lugar en el mundo, y me pregunto si después de todo pudo sentirse a salvo en el recuerdo que pide no se olvide. Espero que sí, espero que fuera quién fuera el destinatario de la nota, hubiera sabido conservar su memoria entre las páginas entintadas de su diario, conservando así lo único que les quedaba de una historia que, refugiada en éste pedazo de papel, había soportado el paso de los años y el peso de los recuerdos para poder cumplir una promesa.
La enigmática mujer se ha acercado a mí, ansiosa. Permanece a un metro de distancia, extrañamente reticente a acercarse, contemplándome con los ojos como platos, con una sombra de terror en su mirada oscura.
Extiendo la mano, entregándole así la foto que intenta tomar con manos temblorosas. En el segundo en que nos rozamos, algo parecido a una descarga eléctrica se apodera de mí.
Juraría que he sentido algo de lo que los ojos negros como la noche de la dama reflejan.
Aturdida por el confuso instante, no he sido capaz de soltar la fotografía, y por más que lo intento, no puedo reaccionar. Algo que no sé explicar contrae mis músculos y acelera mi corazón, aumentando el ritmo de mi respiración, que comienza a tornarse un jadeo desesperado. Tengo los sentidos embotados y soy incapaz de mover un músculo, comienzo a ver borroso, creo que la cabeza me va a estallar horriblemente transitada por miles de recuerdos que no sé reconocer.
La gente transita a nuestro alrededor, pero solo una alta figura que no consigo distinguir intenta separar los dedos fríos y cuarteados de la pitonisa, que se han cerrado sobre mi muñeca.
Yo sujeto con tanta fuerza la fotografía que temo rasgarla.
El murmullo incesante y abrumador de la ciudad se ha tornado un simple rumor sordo, fondo de los latidos de mi corazón que resuenan fuertemente en mis oídos.
Y no aguanto más, me dejo llevar por el torrente de imágenes que se agolpan en una memoria que hace unos instantes eternos ha dejado de ser la mía.
Un fogonazo de luz blanca, mis pies parecen despegarse del suelo, cesa la presión de los dedos en mi muñeca, se rompe el hilo que me ataba a la razón y me siento nadando en un sueño irreal cercano al delirio.
Esos ojos verdes… Me observan, me acechan. Son grandes y brillantes, tristes y apagados. Pero hay algo más, sé reconocer ese brillo, esa luz etérea en su mirada.
Ethan, Ethan, Ethan.
Ese nombre y su recuerdo me acechan, la voz que susurra su nombre me pide a gritos ayuda, una ayuda que muero por dar, una ayuda que no sé encontrar.
Es una sensación extraña y aterrorizante. Es cómo estar atrapada en una pesadilla que no puedes llegar a comprender, cómo si no alcanzaras a saber qué es lo que realmente te atemoriza.
Cómo en una película antigua se extiende ante mis pupilas un millar de escenas. La sangre gotea, las lágrimas caen y noto en el fondo de mi garganta el sabor amargo de una despedida perdida muy atrás en el tiempo.
Pero en un instante, todo para, y resuenan con fuerza en mi cabeza aquellas palabras, ya demasiado lejanas en mi memoria:
“No olvides mi recuerdo, será lo único que nos quede bajo las cenizas de lo que perdimos.”
Abro los ojos, asustada, temblando, lágrimas amenazantes desbordándose en mis ojos, testigos de una realidad que me golpea con fuerza.
Nada, sigo en el mismo sitio, frente a la misma persona, nada se ha movido, nada ha cambiado. La mirada limpia y serena de ojos verdes ha cambiado por la oscuridad y el terror de mis ojos reflejados en los de la anciana que me contempla atónita.
Retrocedo, recapacitando, intentando ordenar de forma coherente la información que rebosa mi atormentado cerebro.
La foto resbala, y comienzo a correr desesperadamente cuando se deposita con la suavidad de una ligera pluma en el suelo.
Choco contra personas que gritan irritadas mientras me ven alejarme entre la multitud sin rumbo fijo y con los ojos llenos de lágrimas que resbalan suavemente por mis mejillas, sin que yo pueda siquiera entenderlas o intentar escucharlas. Mi bufanda marrón resbala del abrazo en el que rodeaba mi cuerpo, pero no me detengo al notar el mordisco gélido del aire rozando la piel desnuda de mi cuello en la carrera desesperada que me lleva hacia el final del horizonte marcado por edificios al fondo de la avenida.
* * *
Jadeando, me dejo caer apoyada en la mugrienta pared de un callejón oscuro. No sé muy bien cómo he llegado aquí, ni cuánto tiempo ha pasado desde que he empezado a correr, pero una presión brutal me aprisiona los pulmones, y mi garganta reseca lanza bocanadas de un dolor áspero cada vez que desesperadamente intento tomar tanto aire cómo mis músculos temblorosos me permiten.
Las convulsiones que estremecen mi cuerpo van cesando conforme las lágrimas se resecan heladas en mis mejillas palpitantes. La nariz me gotea del frío, pero mi corazón aún arde en la llama del pánico.
¿De qué?
Me siento estúpida, aquí, aterrada, temblando y congelada. Muerta de miedo por algo que no comprendo, algo que en realidad no ha pasado, algo que se escapa de los límites de la razón, que me hace sentir pequeña y con un temor desmesurado, demasiado incoherente para una realidad a la que intento aspirar, pero que no logro alcanzar.
Tosiendo, intento reemprender mi camino.
Un pie tras otro. Un pie tras otro.
Despacio, muy despacio.
Echo de menos mi bufanda cálida y suave. El frío me está devolviendo demasiado deprisa a una realidad que mis sentidos embotados no pueden descifrar.
La basura se agolpa en las esquinas del callejón. El suelo encharcado desprende un siniestro resplandor anaranjado, fruto del reflejo de la luz de las farolas que ciegan mis ojos doloridos.
Arrastro los dedos por la pared de ladrillos ennegrecidos, buscando algo de apoyo, y distingo a lo lejos la salida a otra plaza atestada de gente, por la que los coches transitan dando la curva de la rotonda, expulsando bocanadas de luz blanquecina con reflejos azules que se cuelan entre los contenedores de basura en el que un par de personas de aspecto desaliñado y ropas mohosas rebuscan incansablemente algún vívere con el que pasar la noche.
Atenazada por un temor mucho más real, me estremezco, buscando entre la espesura de la oscuridad de los rincones algún peligro oculto.
Entre las chapas oxidadas de lo que queda de un coche verde botella un grupo considerable de indigentes velan ante un pequeño fuego en el que se reúnen sus esperanzas, sus miedos y lo que perdieron. Entrecierro los ojos para conocer exactamente dónde estoy.
Otro escalofrío.
Sacudiendo la cabeza, intento avanzar decidida, afianzando las manos desnudas en los bolsillos, pero me siento un flan cuándo escucho el ritmo acelerado de unos pasos resonando en las paredes de la callejuela.
Pum-pum. Pum-pum. Con un golpeteo frenético e inestable mi corazón desbocado pretende buscar la forma de moverse más deprisa, pues mis movimientos se han tornado un avance sistemático que da vida a unos pasos lentos de los que no soy dueña.
El silbido de una brisa repentina se cierne sobre mí. Cierro los ojos.
Esos ojos verdes y penetrantes siguen ahí, tras mis párpados, mirándome fijamente, testigos de mis miedos y mi cobardía. Me refugio en ellos mientras siento un jadeo alcanzándome, acompañado de los pasos y un terror inalcanzable que oprime mis pensamientos.
Sólo mis latidos enredados con el golpeteo de unas botas en el suelo encharcado parecen dar vida a una burbuja instalada a mi alrededor, una burbuja que ralentiza el tiempo, dejándome colgando en la incertidumbre de mis músculos tensos, esperando el estímulo que pueda despertarlos o simplemente pararlos para siempre.
Me abrazo a mí misma mientras dentro de mis pensamientos lucho por extender mi mano para acariciar el rostro del muchacho de mirada perdida que me mira con sus ojos verdes en un último esfuerzo por encontrar respuestas a aquella voz que antes me rogaba ayuda.
No es racional mi deseo por saber más sobre aquel diario o aquel recuerdo, pero no puedo ni sé evitar la extraña llamada que me lleva lejos de éste callejón y lejos de ésta realidad, lejos de éste miedo y este frío, muy muy lejos de este mundo en el que no tengo pasado, presente ni futuro.
Y así, con la garganta seca y dolorida, con los pies luchando por avanzar en el suelo y el alma volando hacia una libertad atemporal que me invita a enredarme en sus sábanas de recuerdos, siento como la burbuja estalla.
Una mano rodea mi brazo. La respiración acelerada de alguien golpea mi oído y las fuerzas me fallan.
Las luces se apagan mientras Ethan dentro de mi subconsciente contempla mi caída entre imágenes de malas películas sangrientas en las que la protagonista muere violada en un callejón demasiado parecido a éste.Cuando el suelo húmedo y helado alcanza mi cuerpo en un golpe seco, juro que si salgo de ésta me dedicaré a leer más Jane Austen y menos novela negra.
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1 capturas de pensamiento:

Anónimo dijo...

Hola. He encontrado tu blog por casualidad a través del foro de Crepúsculo. Me he leido el principio de tu historia y me ha cautivado. Me ha encantado tu manera de escribir, tiene algo especial.
Espero que sigas con ella y poder encontrar otro día otro trocito de tu idea ;)
Un beso

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Desahógate. Venga, lo estás d e s e a n d o.

Mi viaje hacia el fin del mundo. todo lo dicho y visto es de alguna forma mío, R E S P E T A L O